Sylvia Plath. Poeta. Narradora.

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Diarios completos de Sylvia Plath

Edición de Karen V. Kukil

Edición española a cargo de Juan Antonio Montiel

Traducción de Elisenda Julibert

Editorial Alba

828 páginas

Escuché por primera vez el nombre de Sylvia Plath cuando era un niño, en la película Annie Hall de Woody Allen. Esta película, rodada tan solo catorce años después de la muerte de la autora, recogía una secuencia en la que Alvy Singer – personaje encarnado por el propio Woody Allen – la definía (la cita no es literal) como una escritora cuyos poemas fueron considerados románticos por las chicas jóvenes, sin darle especial valor, ante lo que el personaje de Annie Hall – interpretado por una inolvidable Diane Keaton – exclamaba más o menos esto: pues a mí sus poemas me parecen «chanchis». Esta corta secuencia, daba una imagen frívola de la poeta de Boston, que era tratada con la displicencia del intelectual académico ante la literatura de consumo.

Muchos años más tarde, leí con mucho interés, quizá en un par de días, la extraordinaria novela de Sylvia Plath, La campana de cristal, una obra maravillosamente construida que retrata – con referencias autobiográficas veladas- los problemas mentales de la propia autora, que se suicidó en 1963, tras haberlo intentado diez años antes. Después llegaron sus poemas y, recientemente, gracias a la extraordinaria labor de la Editorial Alba, sus Diarios Completos.

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La clasificación de Sylvia Plath como una poeta confesional, junto a otras autoras contemporáneas de ella como Anne Sexton, a quien Sylvia conoció, hace difícil desligar su obra de su propia vida, sobre todo cuando esta tiene ingredientes tan dramáticos que en determinados momentos parecen haber generado más interés que su propia obra. Si a esto se suma  su vinculación con otro gigante literario como su marido Ted Hughes y el papel que se le ha querido atribuir a éste en la muerte de ella por su infidelidad, el peso del drama parece insoslayable, sobre todo si se tiene en cuenta que se extendió más allá del fallecimiento de Sylvia. La muerte, siempre presente, de un modo u otro. Lo dirá Ted Hughes muchas veces en sus maravillosas Cartas de cumpleaños.

Por eso, acercarse a los Diarios completos de Sylvia Plath produce cierto estupor, una tristeza constante porque aunque leas párrafos extraordinarios como:

«En mí el presente es eterno, y lo eterno siempre se mueve, fluye, se disuelve. Este instante es la vida y cuando ha pasado está muerto. Pero no puedes volver a empezar con cada nuevo instante, tienes que juzgar por lo que ha muerto. Es como las arenas movedizas: es inútil intentar escapar. Un relato, un cuadro, pueden renovar un poco la sensación, pero nunca es suficiente, nunca. Nada es real salvo el presente, y yo siento el peso de los siglos abrumarme. Hace cien años alguna muchacha estuvo tan viva como yo, y ahora está muerta. Soy el presente, pero sé que yo también pasaré. Los buenos momentos son como flashes que se queman, viven y se van, como incesantes arenas movedizas. Y no quiero morir»

Al final, durante todo el tiempo sabes cómo acaba todo, cómo ha terminado todo. Conoces el final de esa joven inteligente, hermosa, torturada por su propia mente a la que ves crecer a través de centenares de páginas y sientes empatía por ella, te identificas con ella, te gustaría ayudarla, compartir con ella los muchos debates que plantea, ser su amigo. Pero no puedes. Tú sabes cómo acaba todo. Y es terrible.

Yo advertí tres Sylvias en estos diarios. La joven cargada de sensualidad y con una acentuada sexualidad que quiere descubrir el mundo y se entrega a la caza de experiencias de todo tipo, pero siempre abrumada por el peso de la realidad, de la sociedad, de su condición de mujer  (subleva leer la lucha interior que mantiene contra su destino de tener que casarse y atender a hijos y marido, el cual termina aceptando como algo irremisible, como el único posible para una mujer que no quiera ser marginada por la sociedad; se lamentara varias veces por no ser hombre y confesará lo mucho que disfruta entre hombres). Sorprende en estas páginas cómo alguien tan joven puede conocerse tanto a sí mismo, cómo puede tener tanta madurez analítica. Esta caza de experiencias termina con la persecución frustrada por todo París de su amante y amado, el dolor que le produce. Después el nuevo encuentro con Ted.

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La segunda Sylvia nace con el matrimonio. La promesa de la vida nueva. El viaje de novios a un Benidorm que parece mágico a los ojos modernos. Un pueblecito de pescadores donde se va al mercado y todo es blanco, luminoso y plácido, aunque después nos confesaría Ted Hughes: «España te asustó. Esa España en la que me sentí como en casa». Sin duda las páginas de Benidorm son de gran interés para cualquier lector español.

La tercera Sylvia es más oscura, incluso monótona, repitiendo su temor y su lamento cada página, exponiendo de forma descarnada su sentimiento de inferioridad, su miedo a la vida. El lector piensa si hubiese sido mejor seguir de profesora en el Smith para tener una vida a la que poder agarrarse, quizá no supo ver su propia valía y el aquí y ahora – aquí y ahora tienes que ser escritora de verdad, no tienes más excusas – le superó. Después la página en blanco. La muerte.

En la poesía de Sylvia Plath hay algo que atrae y cuesta definir. Una plasticidad a veces soterrada, una insinuación continua pero muy escondida, una expectación constante entre palabras luminosas, un reflejo singular de la vida y, muchas veces, una narración. Esto es lo que me han enseñado los Diarios completos de Sylvia Plath: conocía su sensibilidad profunda, su gran altura intelectual, pero, más allá de La Campana de cristal, Sylvia Plath fue una grandísima narradora. Sirva de ejemplo el siguiente pasaje de los Diarios.

«En una playa rocosa y relativamente desierta hay un peñasco que emerge del agua. Buscando puntos de apoyo es posible escalarlo y alcanzar una gruta natural en la que cabe una persona echada. Desde allí se pude ver el vaivén de la marea o, más allá de la bahía, contemplar las velas, claras, oscuras, claras de nuevo, mientras van virando a lo lejos, cerca del horizonte. El sol ha abrasado la piedra, y el incesante flujo y reflujo de las mareas ha desprendido las rocas, las ha golpeado y desgastado hasta convertirlas en guijarros abrasados por el sol que repiquetean y se agitan bajo los pies al caminar por la playa. La serena conciencia del carácter inevitable de los cambios, lentos y graduales, en la corteza terrestre se apodera de mí: es un amor irresistible, no inspirado por un dios sino por una conciencia clara y completa de que las rocas anónimas, las olas anónimas, las anónimas hierbas silvestres, se singularizan momentáneamente en la conciencia del ser que las observa. Al sentir el sol quemando las piedras y la piel, o el viento agitando la hierba y el pelo, nace la conciencia de que las inmensas fuerzas ciegas, neutrales, inconscientes e impersonales sobrevivirán, y de que el frágil organismo, milagrosamente formado, que las interpreta, que las dota de sentido, se agitará en este lugar brevemente y luego desfallecerá, se hundirá y se descompondrá al fin en la tierra anónima, sin voz, sin rostro, sin identidad.

De esta experiencia emerjo pura y limpia, raída hasta los huesos por el sol, purificada por el frío brusco del agua salada, secada y blanqueada por la serenidad plácida que inspira morar entre las cosas primordiales.»

Sylvia Plath hoy tendría ochenta y cinco años. Aún podría estar viva. Quién sabe cuántos poemas hubiese escrito y, también, con cuántas magníficas novelas podría habernos ayudado a comprender la vida. Nos quedan sus diarios, como pequeño consuelo.

Cesare Pría

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